Hace un tiempo despertó en mí una curiosidad sobre las sillas abandonadas que encontraba adornando las calles. ¿Cuál será su historia? Me pregunto cada vez que encuentro alguna. Creo que tienen algo que contarme, algo más allá y, por tanto, sin mucho pensar decidí capturar eso que ellas intentaban expresarme, esa esencia misma que las hacían únicas.

Dos sillas, cara a cara. No hay nadie sentado, pero la escena vibra como si acabara de terminar —o estuviera por empezar— una charla de esas que no necesitan testigos. Están viejas, con el tiempo marcado en las patas y el respaldo, pero aún firmes. Aún capaces de sostener el peso de una historia compartida.

Esta imagen muestra una vieja butaca verde, deteriorada por el tiempo y apoyada contra una pared. Encima de ella, una silla de madera invertida, como si alguien la hubiera dejado allí momentáneamente, o tal vez para siempre, es incierto. La escena ocurre en una calle popular, donde lo cotidiano y lo improvisado conviven en un entorno ajetreado entre peatones y bicis, logrando una cohesión única.

Tres sillas alineadas afuera, como clientes esperando su turno, como si también necesitaran un respiro. No están ahí por abandono, sino por necesidad. Dentro del local estrecho, con paredes que guardan ecos de máquinas y conversaciones— alguien limpia. Y para hacerlo bien, hay que sacar todo, incluso lo esencial.

Esta silla, abandonada contra la pared, fue testigo del paso de vendedores ambulantes que aprovecharon su quietud para dejar marcas de su presencia. Escribieron los precios de sus productos justo donde descansaba, transformando el muro en su cartel improvisado.

No parece abandonada. No está rota, ni sucia, ni torcida. Es una silla firme, bien cuidada, de esas que todavía sostienen con seguridad el peso de una conversación o de un cuerpo cansado. Pero hoy está sola. Afuera, recostada contra la pared, como si esperara algo que ya pasó o que aún no llega.
No es su sitio habitual. La sacaron, tal vez, para un momento de aire fresco, para mirar la calle sin alejarse mucho de casa, para sentir el calor del sol o la brisa del atardecer. Ahora está vacía, pero conserva el eco tibio de quien se sentó un rato y volvió a entrar sin prisa.

Una pared gris, una puerta entreabierta y, al borde de la acera, el rastro silencioso de una rutina que se repite todos los días. El sillón azul, algo vencido, reposa inclinado contra el muro como quien ya no necesita fingir fuerza. A su lado, una silla y un orinal gris. Dos objetos sencillos que, juntos, dicen más de lo que muestran.
La escena no está vacía, aunque no haya nadie. Ahí han estado las manos que limpian, los cuerpos que se sostienen, las horas largas de espera. Alguien se sienta en ese sillón mientras cuida, mientras acompaña, mientras espera que el día pase. El orinal, testigo discreto de la dependencia, del pudor que se deja atrás cuando lo urgente es la dignidad.

En el centro de la calle, dos bancos de madera se reparten la sombra y el tiempo. A cada extremo, una silla, como si marcaran los límites de una reunión sin hora fija. No hay escenario, solo el suelo gastado de la cuadra y la costumbre de sentarse a hablar.
Esas sillas y bancos no están ahí por azar. Se han ido armando como un ritual, y alguien las trajo un día, alguien más las dejó quedarse. Son testigos de discusiones de barrio, chismes del día, recuerdos que se repiten y silencios cómodos que no necesitan explicación.

El portón está abierto, con la palabra parqueo escrita a mano, como quien no necesita lujo para dejar claro su territorio. Afuera, dos sillas blancas de plástico, una sobre la otra. Rota por el medio, cocida con amarres improvisados, la de arriba no es basura, es testimonio.
No son sillas bonitas, pero sí leales. Aguantaron el peso del sol, la espera, la rutina del que se pasa el día organizando el caos de los carros, guiando con gestos secos, hablando con los ojos. La costura que las mantiene unidas no es adorno, es solución. Parche sobre parche, una manera de decir aquí seguimos.

La escena muestra una silla deteriorada y solitaria en una esquina, con una fila de personas al fondo, probablemente esperando algo. Pareciera que la silla no está colocada al azar, sino que cumple una función clara —ser parte de la espera.
Aunque rota, desarmada y descontextualizada, la silla entra en diálogo con la ciudad, con el calor, con la lentitud de la vida, con la necesidad de sentarse y resistir. La imagen habla de una lógica de la calle donde los objetos sobreviven mientras sigan siendo útiles.