Esta serie de fotografías analógicas en blanco y negro retrata presencias vivas que no solo habitan el paisaje: lo encarnan. Son organismos que llevan en sus cuerpos la huella de su entorno, y a la vez le devuelven carácter, ritmo, historia.
El paisaje no les es externo: los modela, los atraviesa, se imprime en ellos. Pero ellos también lo definen, lo transforman al habitarlo con una pertenencia silenciosa. Aquí no hay fondo ni figura. Hay reciprocidad.
La cámara se deja afectar por lo que persiste: esas formas que resisten la erosión del tiempo, del viento, de la mirada indiferente. Lo que se entrega entero a la intemperie sin resguardo, sin artificio, y aún así permanece. En estas imágenes, la intemperie no es amenaza. Es lenguaje. Es un modo de ser, de estar, de latir junto a lo que no pide ser visto, pero se revela si se sabe mirar.