Una mujer joven camina firme, sin mirar atrás. Lleva una mochila al hombro, como tantos que ya se han ido o se preparan para irse. Pero no va sola. Dos niños la acompañan, sentados en un carrito improvisado que ella arrastra con una cuerda. No es una escena común, es una metáfora poderosa: una madre que tira del futuro, que intenta llevarlo consigo, aunque pese, aunque duela.
La imagen duele porque es real. Cada día cientos de cubanos miran al mar, buscando una salida, no todos se lanzan, pero todos lo piensan. Porque quedarse también cansa. Porque vivir entre la escasez y la resignación termina por empujar a quien sea.
Y el muro, ese muro que ha visto pasar generaciones enteras, sigue firme. Pero ya no es solo un sitio para sentarse a conversar o a ver la puesta del sol. Es una línea imaginaria que separa a quienes aún sueñan con irse de quienes ya se fueron.